Llegó un día. Se presentó en su vida sin pedir permiso. En
verdad no tenía que pedir permiso, ya que fue invitado, pero nunca está de más
pedir permiso y limpiarse en el felpudo antes de entrar. La casa estaba llena
de habitaciones, algunas eran geniales, contenían las cosas más sorprendentes y
bellas, pero también las más oscuras y horribles, sitios donde nunca querrías
entrar o en los que, una vez dentro, apenas podías huir.
Vista desde fuera la casa era curiosa. Sus ventanas parecían
ojos que te miraban al entrar, hasta quedarse bizcos. Tenía dos puertas, la
principal y una que llevaba a la cocina. Nunca llegó a entrar por la puerta
principal, esa solo era para ocasiones especiales, pero claro, su llegada nunca
era una ocasión especial.
Cuando estaba dentro la casa se llenaba de ruido, de sonido,
la casa estaba llena. Se oían carcajadas, conversaciones a gritos... El
silencio quedaba en segundo plano. Cuando salía la casa parecía silenciarse,
vaciarse de alguna extraña forma. Pasaba poco tiempo fuera de la casa, solo el
necesario, no quería que el silencio se acomodara. No podía permitirlo.
Pero poco a poco aún estando dentro el silencio se iba
adueñando del lugar, las habitaciones se vaciaban, los pasillos se oscurecían,
la cocina se enfriaba. Las risas sonaban huecas y las conversaciones estaban
roncas. Las ventanas no te miraban al entrar ni al salir. El silencio y el
vacío empezaba a ser contagioso. Y después del silencio venía el ruido, pero no
un ruido acogedor, sino esa clase de ruido que te hace temblar por dentro y
desear esconderte lo más rápido posible para que no te alcance.